Me dijiste, una tarde en Paris,
que siempre nos quedaría la ciudad
en la que agonizábamos hacía días...
me seguiste contando
ante una copa en aquel transiberiano
que la nieve no me llamaría,
-te equivocabas, como siempre,
que el canto de la llanura no perdona...-,
y seguiste, siempre tras una mesa,
prometiendo que el invierno
que cada vez rugía tras las ventanas
no era fuerza suficiente para mí...
¿Y hoy?
Hoy comparto esta copa con fantasmas,
mi mano acaricia un posavasos
que de tanto tocarlo
aún conserva tu colonia,
-ese olor a bosque cuyo nombre siempre pierdo-,
y me desconcierto...
hace tantos siglos que tu aroma no me cerca,
que tu voz ronca no me augura perdiciones...
Tras los cristales llueve y llueve...
toda esa gente sólo son siluetas
acaso recortadas en un cartón...
Sí, te lo reconozco:
tu presencia odiada aquellas mañanas
es ahora ausencia de calor
en los pliegues de mi cama,
¿cómo no confesarlo?
hasta tu mal humor al amanecer
sería hoy día música en mis oídos,
y, sí,
este mármol, esta copa, este cristal,
no es aquel tren, ni aquella nieve,
ni aquel café, ni aquella plaza,
ni aquella cama, ni aquel dulzor
que se derramaba por mi lengua
hasta adormecer estos sentidos
que esta noche te echan tanto
y tanto de menos...
¿No me prometiste
que el invierno
jamás me alcanzaría?